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27 abril 2010

De cuando conoces a un famoso…

No sabría muy bien explicarlo, pero por cosas del destino, o tal vez la providencia, a lo largo de mi vida he conocido a varios famosos, personajes populares de la farándula y la fanfarria. “¡Qué interesante!”, seguramente creeréis más de uno. Jóvenes inconscientes. No fue interesante, ni enriquecedor. Son únicamente ejemplos con los que se corrobora que soy el hombre con peor suerte del mundo.

Una de mis hermanas vivía en Madrid. Trabajaba en esa serie fantástica, familiar, musical y coral, paradigma de la buena televisión y ejemplo de la profesión cinematográfica. Se ganaba el pan en “Los Serrano”. Durante esa época actuaba ese oscuro objeto del deseo, esa muñeca vestida de azul con su camisita y su canesú. Ella era Elsa. Aún me estremezco por la zona escrotal, al pronunciar su nombre, Elsa Pataki. Era increíble. Podía conocer en persona a ¡Elsa Pataki! Ese cuerpo que gracias a mi imaginación había servido para noches de onanismo extremo. Así que puedo decir que yo conocí a Elsa Pataki. Entró por la parte de atrás del set de rodaje, yo estaba tan emocionado que simplemente me levanté rapidísimamente de mi sitio y entre sollozos y grititos histéricos le dije:

- Elsa Pataki ¡Es un placer conocerte!

Y jamás, creedme, jamás en la vida olvidaré lo que me dijo:

- Wouwowuwowu, wuo, wouwou.


Por lo visto me levanté excesivamente rápido de la silla y toda la sangre se me subió a la cabeza de repente, y eso es todo lo que pude oír antes de perder el conocimiento.

Pero creedme nunca lo olvidaré. Nunca podré olvidarlo.

Me pasan unas cosas verdaderamente rarísimas. Gracias a mi fenomenal estado físico, mi gran aspecto intimidatorio, y mis fornidos glúteos, me contrataron en una empresa de seguridad de gente famosa o importante. Por casualidad me encomendaron la difícil misión de salvaguardar la integridad física de Bruce Springsteen. Realizaba mi labor con gran eficacia y profesionalidad. Mis gafitas Ray Ban, aunque fueran falsas, mi traje negro zaino de oferta en la semana mágica del Corte Ingles y mi pinganillo bien colgadito para no perderme ni un minuto de mi programa favorito el Carrusel Deportivo. Conmigo al “Boss” no le faltaba nunca de nada. Vivía en la gloria.


Por eso de los excesos de las estrellas el pobrecillo enfermó justo antes de un concierto. Es que no cuidarse la carraspera esa que tiene trae sus consecuencias. Procedí a administrarle vía vaso-agua un sobrecillo de Couldina de esos que quitan todos los dolores. Pero ni por esas. El Bruce estaba para el arrastre. Le puse el termómetro, le quité esos vaqueros lavados a la piedra, poniéndole unas bermuditas de flores y una camiseta de Supermercados “el Grajo”, tapándolo con una mantita. Pero claro el concierto tenia que empezar. Recordando mis clases de canto y solfeo, siendo el responsable del susodicho, me aventuré a suplantar la figura de Springsteen en su concierto multitudinario. Me lié un pañuelo a la cabeza, me llené la cara con algo de barro y me puse una camiseta de Abanderado blanca con mucha mierda. Lo único que recuerdo, es haberme despertado en la sala de curas del Hospital Clínico, después de por lo visto haber recibido un latazo de Cruzcampo entre la zona occipital craneal y lo durillo de la oreja, tras sólo darme tiempo a decir, one, two, three…

También tuve un “affaire” con ese paradigma de la belleza y la elegancia femenina. Ese cuerpo escultural de sinuosas curvas. Con La Veneno. Ya, ya lo se, pero es que por aquella época no sabia quien era La Veneno. Por desgracia no sintonizaba correctamente la señal de Telecinco y la de Antena Tres se veía a rayitas. Así que para mí esa noche de verano a la orilla de Playa Granada, justo en el rebalaje del Chiringuito Aguacate, esa mujer que me ponía ojitos era todo lo que siempre había deseado. Hicimos el amor apasionadamente, nos declaramos enamorados eternamente y fidelidad infinita, abrazados bajo la luna llena de aquella noche estival.


Evidentemente mi desolación vino después de pocos minutos. Pues tras volver al interior de aquel recinto de diversión y alcohol por doquier, tuve muy a mi pesar ganas de orinar. De vez en cuando tengo esa costumbre que consiste en la evacuación de líquidos desechables vía prostatal. Adentrándome peligrosamente en la jungla que se origina el los baños de lugares públicos y nocturnos, me aproximé hasta esos cubículos dispuestos para la micción. Relajado y acompasando la salida de fluidos, me percaté de la presencia de una figura en mi lado derecho. Era ella. La Veneno, que también orinaba con ritmo firme, sosteniendo el secreto que no podría elegir peor momento para comentarlo. Sujetaba firmemente su tiburón mientras me miraba con ojos de gacela llenos de amor rebosantes de sinceridad. Es en ese momento en que todo hombre pronuncia esas palabras que jamás pensó relatar. Ese término que nunca creíste que se originaría en tu estómago, subiría por el esófago y saldría expectorado levemente entre unas agudizadas cuerdas vocales. Solo acerté a preguntar:

- Ah. ¿Pero tienes pene? Inocentemente pregunte con vocecilla tímida.


La Veneno encolerizada dio por terminado nuestro furtivo idilio con un simple y muy bien avenido:


- ¡¡Sí!! ¡¡Viene con los huevos!!



















“El hombre con peor suerte del mundo”.


Corregido y etiquetado por Adriana Martín.
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